Discurso a la Curia Romana
Queridos hermanos y hermanas
Les pido perdón por no hablar en pie,
pero desde hace algunos días tengo gripe y no me siento muy fuerte. Con su permiso,
les hablo sentado.
Me complace expresarles los mejores
deseos de Feliz Navidad y de próspero año nuevo, que hago extensivo
también a
todos los colaboradores, los Representantes Pontificios y de modo particular a
aquellos que, durante el año pasado, han concluido su servicio al alcanzar los
límites de edad. Recordamos también a las personas que han sido llamadas a la
presencia de Dios. Para todos ustedes y sus familiares, mi saludo y mi
gratitud.
En mi primer encuentro con ustedes, en
2013, quise poner de relieve dos aspectos importantes e inseparables del
trabajo de la Curia: la profesionalidad y el servicio, indicando a San José
como modelo a imitar. El año pasado, en cambio, para prepararnos al sacramento
de la Reconciliación, afrontamos algunas tentaciones, males —el «catálogo de
los males curiales»: hoy debería hablar de los antibióticos curiales…— que
podrían afectar a todo cristiano, curia, comunidad, congregación, parroquia y
movimiento eclesial: estas tentaciones, estas enfermedades. Males que exigen
prevención, vigilancia, cuidado y en algunos casos, por desgracia,
intervenciones dolorosas y prolongadas.
Algunos de esos males se han
manifestado a lo largo de este año, provocando mucho dolor a todo el cuerpo e
hiriendo a muchas almas. También con el escándalo.
Es necesario afirmar que esto ha sido
—y lo será siempre— objeto de sincera reflexión y decisivas medidas. La reforma
seguirá adelante con determinación, lucidez y resolución, porque Ecclesia semper reformanda.
Sin embargo, los males y hasta los
escándalos no podrán ocultar la eficiencia de los servicios que la Curia
Romana, con esfuerzo, responsabilidad, diligencia y dedicación, ofrece al Papa
y a toda la Iglesia, y esto es un verdadero consuelo. San Ignacio enseñaba que
«es propio del mal espíritu morder (con escrúpulos), entristecer y poner
obstáculos, inquietando con falsas razones para que no pase adelante; y propio
del buen espíritu es dar ánimo y fuerzas, dar consolaciones, lágrimas, inspiraciones
y quietud, facilitando y quitando todos los impedimentos, para que siga
adelante en el bien obrar».
Sería una gran injusticia no
manifestar un profundo agradecimiento y un necesario aliento a todas las
personas íntegras y honestas que trabajan con dedicación, devoción, fidelidad y
profesionalidad, ofreciendo a la Iglesia y al Sucesor de Pedro el consuelo de
su solidaridad y obediencia, como también su generosa oración.
Es más, las resistencias, las fatigas
y las caídas de las personas y de los ministros representan también lecciones y
ocasiones de crecimiento y nunca de abatimiento. Son oportunidades para volver
a lo esencial, que significa tener en cuenta la conciencia que tenemos de
nosotros mismos, de Dios, del prójimo, del sensus
Ecclesiae y del sensus fidei.
Quisiera hablarles hoy de este volver
a lo esencial, cuando estamos iniciando la peregrinación del Año Santo de la
Misericordia, abierto por la Iglesia hace pocos días, y que representa para
ella y para todos nosotros una fuerte llamada a la gratitud, a la conversión, a
la renovación, a la penitencia y a la reconciliación.
En realidad, la Navidad es la fiesta
de la infinita Misericordia de Dios, como dice san Agustín de Hipona: «¿Pudo
haber mayor misericordia para los desdichados que la que hizo bajar del cielo
al creador del cielo y revistió de un cuerpo terreno al creador de la tierra?
Esa misericordia hizo igual a nosotros por la mortalidad al que desde la
eternidad permanece igual al Padre; otorgó forma de siervo al señor del mundo,
de modo que el pan mismo sintió hambre, la saciedad sed, la fortaleza se volvió
débil, la salud fue herida y la vida murió. Y todo ello para saciar nuestra
hambre, regar nuestra sequedad, consolar nuestra debilidad, extinguir la
iniquidad e inflamar la caridad». Hasta aquí, San Agustín.
Por tanto, en el contexto de este Año
de la Misericordia y de la preparación para la Navidad, ya tan inminente, deseo
presentarles un subsidio práctico para poder vivir fructuosamente este tiempo
de gracia. No se trata de un exhaustivo “catálogo de las virtudes necesarias”
para quien presta servicio en la Curia y para todos aquellos que quieren hacer
fértil su consagración o su servicio a la Iglesia.
Invito a los responsables de los
Dicasterios y a los superiores a profundizarlo, a enriquecerlo y completarlo.
Es una lista que inicia desde el análisis acróstico de la palabra
«misericordia» -padre Ricci en China hacía esto-, para que esta sea nuestra
guía y nuestro faro.
1. Misionariedad y pastoralidad. La
misionariedad es lo que hace y muestra a la curia fértil y fecunda; es prueba
de la eficacia, la capacidad y la autenticidad de nuestro obrar. La fe es un
don, pero la medida de nuestra fe se demuestra también por nuestra aptitud para
comunicarla. Todo bautizado es misionero de la Buena Noticia ante todo con su
vida, su trabajo y con su gozoso y convencido testimonio. La pastoralidad sana
es una virtud indispensable de modo especial para cada sacerdote. Es la
búsqueda cotidiana de seguir al Buen Pastor que cuida de sus ovejas y da su
vida para salvar la vida de los demás. Es la medida de nuestra actividad curial
y sacerdotal. Sin estas dos alas nunca podremos volar ni tampoco alcanzar la
bienaventuranza del «siervo fiel» (Mt 25,14-30).
2. Idoneidad y sagacidad. La idoneidad
necesita el esfuerzo personal de adquirir los requisitos necesarios y exigidos
para realizar del mejor modo las propias tareas y actividades, con la
inteligencia y la intuición. Esta es contraria a las recomendaciones y los
sobornos. La sagacidad es la prontitud de mente para comprender y para afrontar
las situaciones con sabiduría y creatividad. Idoneidad y sagacidad representan
además la respuesta humana a la gracia divina, cuando cada uno de nosotros
sigue aquel famoso dicho: «Hacer todo como si Dios no existiese y, después,
dejar todo a Dios como si yo no existiese». Es la actitud del discípulo que se
dirige al Señor todos los días con estas palabras de la bellísima Oración
Universal atribuida al papa Clemente XI: «Guíame con tu sabiduría, sostenme con
tu justicia, consuélame con tu clemencia, protégeme con tu poder. Te ofrezco,
Dios mío, mis pensamientos para pensar en ti, mis palabras para hablar de ti,
mis obras para actuar según tu voluntad, mis sufrimientos para padecerlos por
ti».
3. Espiritualidad y humanidad. La
espiritualidad es la columna vertebral de cualquier servicio en la Iglesia y en
la vida cristiana. Esta alimenta todo nuestro obrar, lo corrige y lo protege de
la fragilidad humana y de las tentaciones cotidianas. La humanidad es aquello
que encarna la autenticidad de nuestra fe. Quien renuncia a su humanidad,
renuncia a todo. La humanidad nos hace diferentes de las máquinas y los robots,
que no sienten y no se conmueven. Cuando nos resulta difícil llorar seriamente
o reír apasionadamente, -son dos signos ¿eh?- entonces ha iniciado nuestro
deterioro y nuestro proceso de transformación de «hombres» a algo diferente. La
humanidad es saber mostrar ternura, familiaridad y cortesía con todos (cf. Flp
4,5). Espiritualidad y humanidad, aun siendo cualidades innatas, son sin
embargo potencialidades que se han de desarrollar integralmente, alcanzar
continuamente y demostrar cotidianamente.
4. Ejemplaridad y fidelidad. El beato Pablo
VI recordó a la Curia «su vocación a la ejemplaridad», en el ’63. Ejemplaridad
para evitar los escándalos que hieren las almas y amenazan la credibilidad de
nuestro testimonio. Fidelidad a nuestra consagración, a nuestra vocación,
recordando siempre las palabras de Cristo: «El que es fiel en lo poco, también
en lo mucho es fiel; el que es injusto en lo poco, también en lo mucho es
injusto» (Lc 16,10) y «quien escandalice a uno de estos pequeños que creen en
mí, más le valdría que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo
arrojasen al fondo del mar. ¡Ay del mundo por los escándalos! Es inevitable que
sucedan escándalos, ¡pero ay del hombre por el que viene el escándalo!» (Mt
18,6-7).
5. Racionalidad y amabilidad: la
racionalidad sirve para evitar los excesos emotivos, y la amabilidad para
evitar los excesos de la burocracia, las programaciones y las planificaciones.
Son dotes necesarias para el equilibrio de la personalidad: «El enemigo y –cito
a San Ignacio otra vez, perdónenme…- el enemigo mira mucho si un alma es ancha
o delicada de conciencia, y si es delicada procura afinarla más, pero ya
extremosamente, para turbarla más y arruinarla». Todo exceso es indicio de
algún desequilibrio. Cada exceso es índice de algún desequilibrio, sea el
exceso de racionalidad, sea en la amabilidad.
6. Inocuidad y determinación. La inocuidad,
que nos hace cautos en el juicio, capaces de abstenernos de acciones impulsivas
y apresuradas, es la capacidad de sacar lo mejor de nosotros mismos, de los
demás y de las situaciones, actuando con atención y comprensión. Es hacer a los
demás lo que queremos que ellos hagan con nosotros (cf. Mt 7,12; Lc 6,31). La
determinación es la capacidad de actuar con voluntad decidida, visión clara y
obediencia a Dios, y sólo por la suprema ley de la salus animarum (cf. CIC can.
1725).
7. Caridad y verdad. Dos virtudes
inseparables de la existencia cristiana: «realizar la verdad en la caridad y
vivir la caridad en la verdad» (cf. Ef 4,15). Hasta el punto en que la caridad
sin la verdad se convierte en la ideología del bonachón destructivo, y la
verdad sin la caridad, en el afán ciego de judicializarlo todo.
8. Honestidad y madurez. La honestidad es la
rectitud, la coherencia y el actuar con sinceridad absoluta con nosotros mismos
y con Dios. La persona honesta no actúa con rectitud solamente bajo la mirada
del vigilante o del superior; no tiene miedo de ser sorprendido porque nunca
engaña a quien confía en él. El honesto no es prepotente con las personas ni
con las cosas que le han sido confiadas para administrarlas, como hace el
«siervo malvado» (Mt 24,48). La honestidad es la base sobre la que se apoyan
todas las demás cualidades. La madurez es el esfuerzo para alcanzar una armonía
entre nuestras capacidades físicas, psíquicas y espirituales. Es la meta y el
resultado de un proceso de desarrollo que no termina nunca y que no depende de
la edad que tengamos.
9. Respetuosidad y humildad. La respetuosidad
es una cualidad de las almas nobles y delicadas, de las personas que tratan
siempre de demostrar respeto auténtico hacia los otros, a la propia misión, a
los superiores y a los subordinados, a las prácticas, a los documentos, al
secreto y a la discreción; es la capacidad de saber escuchar atentamente y
hablar educadamente. La humildad, en cambio, es la virtud de los santos y de
las personas llenas de Dios, que cuanto más crecen en importancia, más aumenta
en ellas la conciencia de su nulidad y de no poder hacer nada sin la gracia de
Dios (cf. Jn 15,8).
10. Dadivosidad -tengo el vicio de los
neologismos ¿eh?- Dadivosidad y
atención. Seremos mucho más dadivosos de alma y más generosos en dar, cuanta
más confianza tengamos en Dios y en su providencia, conscientes de que cuanto
más damos, más recibimos. En realidad, sería inútil abrir todas las puertas
santas de todas las basílicas del mundo si la puerta de nuestro corazón
permanece cerrada al amor, si nuestras manos no son capaces de dar, si nuestras
casas se cierran a la hospitalidad y nuestras iglesias a la acogida. La
atención consiste en cuidar los detalles y ofrecer lo mejor de nosotros mismos,
y también en no bajar nunca la guardia sobre nuestros vicios y carencias. Así
rezaba san Vicente de Paúl: «Señor, ayúdame a darme cuenta de inmediato de quienes
tengo a mi lado, de quienes están preocupados y desorientados, de quienes
sufren sin demostrarlo, de quienes se sienten aislados sin quererlo».
11. Impavidez y prontitud. Ser
impávido significa no dejarse intimidar por las dificultades, como Daniel en el
foso de los leones o David frente a Goliat; significa actuar con audacia y
determinación; sin tibieza «como un buen soldado» (cf. 2 Tm 2,3-4); significa
ser capaz de dar el primer paso sin titubeos, como Abraham y como María. La
prontitud, en cambio, consiste en saber actuar con libertad y agilidad, sin
apegarse a las efímeras cosas materiales. Dice el salmo: «Aunque crezcan
vuestras riquezas, no les deis el corazón» (Sal 61,11). Estar listos quiere
decir estar siempre en marcha, sin sobrecargarse acumulando cosas inútiles y
encerrándose en los propios proyectos, y sin dejarse dominar por la ambición.
12. Y finalmente, atendibilidad y sobriedad. El
atendible es quien sabe mantener los compromisos con seriedad y fiabilidad
cuando se cumplen, pero sobre todo cuando se encuentra solo; es aquel que
irradia a su alrededor una sensación de tranquilidad, porque nunca traiciona la
confianza que se ha puesto en él. La sobriedad —la última virtud de esta lista,
aunque no por importancia— es la capacidad de renunciar a lo superfluo y
resistir a la lógica consumista dominante. La sobriedad es prudencia,
sencillez, esencialidad, equilibrio y moderación. La sobriedad es mirar el
mundo con los ojos de Dios y con la mirada de los pobres y desde la parte de
los pobres. La sobriedad es un estilo de vida que indica el primado del otro
como principio jerárquico, y expresa la existencia como la atención y servicio
a los demás. Quien es sobrio es una persona coherente y esencial en todo,
porque sabe reducir, recuperar, reciclar, reparar y vivir con un sentido de la
proporción.
Queridos hermanos, la
misericordia no es un sentimiento pasajero, sino la síntesis de la Buena
Noticia; es la opción de los que quieren tener los sentimientos del Corazón de
Jesús, de quien quiere seriamente seguir al Señor, que nos pide: «Sean
misericordiosos como su Padre» (Mt 5,48; Lc 6,36). El Padre Hermes Ronchi dice:
«Misericordia: escándalo para la justicia, locura para la inteligencia,
consuelo para nosotros, los deudores. La deuda de existir, la deuda de ser
amados, sólo se paga con la misericordia».
Así pues, que sea la
misericordia la que guíe nuestros pasos, la que inspire nuestras reformas, la
que ilumine nuestras decisiones. Que sea el soporte maestro de nuestro trabajo.
Que sea la que nos enseñe cuándo hemos de ir adelante y cuándo debemos dar un
paso atrás. Que sea la que nos haga ver la pequeñez de nuestros actos en el
gran plan de salvación de Dios y en la majestuosidad y el misterio de su obra.
Para ayudarnos a entender
esto, dejémonos asombrar por la bella oración, comúnmente atribuida al beato
Oscar Arnulfo Romero, pero que fue pronunciada por primera vez por el Cardenal
John Dearden:
“De vez en cuando, dar un paso atrás nos ayuda
a tomar una perspectiva mejor.
El Reino no sólo está más allá de nuestros esfuerzos,
sino incluso más allá de nuestra visión.
Durante nuestra vida, sólo realizamos una minúscula parte
de esa magnífica empresa que es la obra de Dios.
Nada de lo que hacemos está acabado,
lo que significa que el Reino está siempre ante nosotros.
Ninguna declaración dice todo lo que podría decirse.
Ninguna oración puede expresar plenamente nuestra fe.
Ninguna confesión trae la perfección, ninguna visita
pastoral trae la integridad.
Ningún programa realiza la misión de la Iglesia.
En ningún esquema de metas y objetivos se incluye todo.
Esto es lo que intentamos hacer:
plantamos semillas que un día crecerán;
regamos semillas ya plantadas,
sabiendo que son promesa de futuro.
Sentamos bases que necesitarán un mayor desarrollo.
Los efectos de la levadura que proporcionamos
van más allá de nuestras posibilidades.
No podemos hacerlo todo y, al darnos cuenta de ello,
sentimos una cierta liberación.
Ella nos capacita a hacer algo, y a hacerlo muy bien.
Puede que sea incompleto, pero es un principio,
un paso en el camino,
una ocasión para que entre la gracia del Señor
y haga el
resto.
Es posible que no veamos nunca los resultados finales,
pero esa es la diferencia entre el jefe de obras y el
albañil.
Somos albañiles, no jefes de obra, ministros, no el
Mesías.
Somos profetas de un futuro que no es nuestro”.
Y con estos pensamientos, con estos
sentimientos, les deseo una buena y santa Navidad y les pido de rezar por mí.
Gracias.