José
Luis Guerra, Profesor del Instituto Superior de Teología de las Islas Canarias y párroco de San Francisco de Asís, en Las Palmas de G.c.
No sé
muy bien por qué me remonto tan atrás para hablar de los gestos normales. Pero,
posiblemente fue, porque aquello me abrió los ojos a una forma de mirarnos a
los curas que no encajaba del todo con lo que me parecía normal. Era muy joven. Casi recién salido del
Seminario, aunque ya venía medio vapuleado por la Universidad y por una
estancia en París de tres meses. Aquello era otro mundo, y cuando careces de
entorno definido tiendes a vivir distendido, sueles reconciliarte con lo que
eres y te apetece ser y aparecer. El caso es que había aterrizado en la Isleta,
entonces tierra de misión y, al mismo tiempo, de gracia. Eran tiempos en que te
comías el mundo y, a su vez, la gente se identificaba con el ímpetu y la
ingenuidad de tus años. En aquella
parroquia, creada de la nada, empecé visitando a las familias. Eran familias
humildes,
algunas por debajo de la humildad, miserables. Era el último año de la década de los sesenta y carecían de
casi todo. Por supuesto en muchas casas
no había despensa, tampoco había nevera, pero lo que no faltaba era calor
humano y ganas de querer. En una de esas giras vespertinas, un día de verano,
una vecina con ganas de agradar, pensando tal vez que estaba transgrediendo
algo que no alcanzaba a entender y, por lo mismo rechazaría, me invitó a una
cerveza. Yo acepté con gran sorpresa por su parte y por la mía, porque
inmediatamente le dijo a uno de sus chiquillos que fuera a comprarla…Hasta aquí
nada del otro mundo. Lo que sí me pareció extraterrestre fue que aquello la hiciera
militar para el resto de sus días a la sombra de la parroquia. Y todo porque aquel
curilla “a medio hervir”, era “muy
sencillo” o, lo que es lo mismo, normal.
Aquello
me hizo pensar. Fue como, si de pronto, te sintieras diferente, educado para
ser diferente y, por tanto, segregado, distinto y distante. La normalidad no
existía, al menos en el mundo clerical y, por ello, era urgente conquistarla. Una tarea nada
fácil.
Sorprendía,
por ejemplo, que el obispo Osés, allá en Huesca, todas las mañanas al bajar
de su piso para celebrar misa en la
Catedral, llevara consigo la bolsa de la basura y la echara al contenedor. Una
actividad normalísima y habitual resultaba rompedora para un matrimonio amigo
que vivía en el mismo edificio. Aquello
más que un milagro, era el descubrimiento de que aquel hombre era un
hombre entre otros, generador de basura y, al mismo tiempo, buena persona,
coherente y, sobre todo, normal. Cosas parecidas he visto a lo largo de mi
vida y algunas han quedado registradas para siempre. Imágenes de obispos o
cardenales en Roma con chóferes particulares desplazándose al Vaticano e
imágenes de obispos, casi siempre venidos de tierras de misión, en la guagua colectiva, con la mitra en una
bolsa de Standa. Aquellos siempre me parecieron personajes, éstos últimos, tipos
tan parecidos al resto que, por no percatarse, nadie les rehuía.
“Yo
siempre viajo con la cartera en las manos: es normal. Debemos ser normales…No
sé…es un poco raro que me digas que una foto así – el papa cargando con su cartera - haya dado la vuelta al mundo”. Son palabras
de Francisco en la primera entrevista que tuvo en el avión al volver de su
primer viaje a Brasil con ocasión de Las Jornadas Mundiales de la Juventud.
Dejar
a un lado el auto oscuro y blindado o
preferir vivir en la Casa Santa Marta en
lugar de la solemnidad del Palacio Apostólico, no es marketing, es simplemente
rescatar la normalidad perdida. “Cada uno debe vivir como el Señor le pide
vivir. Pero la austeridad, una austeridad general, creo que es necesaria para
todos los que trabajamos en la Iglesia”, añadió el Papa en esa misma
entrevista.
Sin
embargo no a todo el mundo le sienta bien. Ver al Papa probándose unas gafas en una
óptica romana o prefiriendo calzar los zapatos de toda la vida, en lugar de los
mocasines rojos, no es lo habitual. Cultivar la distancia y la ambientación es
imprescindible para mantener los sueños, porque ningún rey es grande para su
ayudante de cámara.
Con
frecuencia confundimos lo sagrado con lo segregado, lo diferente, lo tabú. Pero
esto que se ha cultivado siempre en cualquier religión, incluso en la
cristiana, no casa bien con el Dios en que creemos, que se hizo semejante a
nosotros en todo, menos en la maldad. Para el seguidor de Jesús cualquier
mediación es sagrada si vale para encontrarnos con Dios… “Hasta en los pucheros
está el Señor”, afirmaba Santa Teresa y, antes S. Pablo, recomendaba a los
cristianos de Colosas: “…Que nadie les critique por cuestiones de comida o
bebida, o a propósito de fiestas, de novilunios o sábados…”
En
una Iglesia repleta de signos podemos pensar y, de hecho hay quien lo piensa,
que todo lo que hace este Papa es diseño, como si viviera en un happening
interminable. No es cierto. Francisco no hace nada que antes no hiciera y, por
el momento, lo único que ha hecho es resistir a la inercia de la corte más
antigua de occidente. Y no por postureo, sino por mayor fidelidad al Evangelio.
Ríe, toca, besa…insiste en los últimos y clava, como pocos, los signos que
realiza, pero no da la imagen de improvisación o de que está siguiendo un guion.
Es simple normalidad que nada tiene que ver con la uniformidad gregaria.
A muchos, sin embargo, esto les parece
excesivo, rompe la imagen mítica del personaje y cuentan la supuesta caída de
peregrinos en audiencias y Ángelus, como prueba del desinterés creciente. Sin
embargo, ningún Papa ha tenido la repercusión mediática de Francisco, al margen
de resultar altamente sospechosa esa forma de medir el éxito entre los que se
dicen “seguidores” de uno que murió solo y abandonado en una colina de las
afueras. A algunos se les ha parado el reloj. Su Iglesia es la de los
pontificados anteriores, no la de Francisco, como si este Papa no tuviera nada
que decirles. Esperan “tiempos mejores,” que no son otros que volver al pasado.
Afortunadamente
“esta alegría” nadie nos la quitará. Francisco lo sabe, por eso cuando trata de
poner en evidencia sus prioridades, da un rodeo a los que ponen zancadillas o
simplemente callan, y se dirige abiertamente a la gente. Ésta le entiende y
valora su cercanía… ¿Algo que objetar?