MIRABAN DESDE LEJOS…
José Luis Guerra. Profesor de Instituto Superior de Teología de la Diócesis.
Se llaman Abbdud, Alí, Fahd, Samer, Fatima…Nombres
propios, nunca mejor dicho. Detrás de todos hay un rostro, una historia y mucho dolor…Son
miles. Vienen de Siria, Afganistán, Irak….Son únicos, perfectamente
identificables. En sus ojos cargan con toda la desesperación del mundo y cada
mirada nos devuelve un dolor diferente. Llevan meses caminando hacia el Dorado,
buscando un espacio para sobrevivir, pero ahora no saben, ni quieren saber que
se han equivocado, que Europa no les espera. “¡No vengan a Europa!” Les ha
dicho hace
unas semanas Donald Tussk, presidente del Consejo Europeo. “¡No
arriesguen, sus vidas, su dinero…no crean a los contrabandistas!” Entonces… ¿A
quién creer? ¿Cómo asegurar un mínimo de dignidad? ¿A dónde ir para apropiarse
de un mínimo de seguridad?.
Esta es la cuestión. La violencia aprieta, pero el
hambre también. Y millones de niños, jóvenes, adultos y ancianos se mueven como
zombis, mientras los políticos europeos son incapaces de encontrar salidas a sus
propios sueños: una Europa abierta,
acogedora, fiadora de derechos y motor de una sociedad más
humana. Una vieja Europa, - “nonna” la llamó Francisco en Estrasburgo - que necesita mayor dinamismo y juventud. Una
Europa que no es capaz de construir
corredores para revitalizarse y sólo coincide, por el momento, en levantar
muros y alambradas para defenderse. ¿Defenderse de qué? ¿De quién?.
El problema es complejo. Pero no más que cualquiera
de los grandes problemas que arrastra Europa o el mundo en general. Si la
amenaza de brexit moviliza a los socios y
buscan a la desesperada, día y noche, ahora y después, salidas y concesiones… ¿Por
qué tanta tragedia acumulada en los campos de Idomeni, en las montañas de Gurugu,
en la jungla de Calais o en el mar Egeo, no encuentra una respuesta global,
solidaria? Los refugiados son vistos sólo como un problema y cada país trata de
rodar el contenedor de la basura hacia la casa del vecino. Las respuestas que
se han barajado son variadas, desde un nuevo plan Mharshall para los países de
origen, a una devolución en grupo - en
manada mejor - a un tercer país que se aprovecha de la situación como la madre que alquila su vientre. Pero nada
constructivo, de futuro, absolutamente nada, termina por cuajar. Y ahí están,
centrados en alejar el problema, en ampliar el foso defensivo del castillo
europeo y atentos a bajar el puente sólo cuando los intereses políticos o económicos de la vieja Europa lo
demanden. Y es que, vistos a distancia, las imágenes se despixelan y los
problemas se diluyen en cifras, en logaritmos.
Nada nuevo, por otra parte. Ya hace años que vemos
vagar, como almas en pena, barcos cargados de seres humanos. Se mueven en los
mares asiáticos, porque estos mares también existen. Nadie los quiere y, están tan
integrados en el paisaje, que ya ni salen en el telediario.
Empezamos la Semana Santa. Una Semana que nos remite
por principio a todos los crucificados del mundo. Pero no lo tengo muy claro.
En medio de tantas testas de Cristo rematadas con potencias y tantas Vírgenes
adoloradas que exhiben su amargura bajo palios barrocos y coronas de oro,
podemos despistarnos, amortiguar el sufrimiento que pasean por las calles de
nuestros pueblos. Es otra forma de mirar de lejos el dolor ajeno: sublimarlo.
Dice San Lucas (23,49) que cuando Jesús fue
crucificado un grupo de personas lo miraba a distancia. San Marcos (15,29) y
San Mateo (27,39) afirman que la gente pasaba por allí. San Juan (19,25), sin
embargo, resitúa el coro, como en una
comedia griega y lo coloca a los pies de Jesús, donde se escucha el estertor
del ajusticiado y se huele el vinagre y la mirra del analgésico. Sólo así la compasión deja de ser
espectáculo. Es la cultura del “encuentro” a la que constantemente nos llama el
Papa Francisco. “Tocar la carne de Cristo”, “amar al otro como te amas a ti
mismo”, no hay otra forma de superar la indiferencia.
Esto es lo que Europa necesita: meterse en la piel
de los millones de refugiados, sentirse desplazados con los desplazados, y así empezar a entender, también con los
sentimientos, lo que supone una valla, un bloqueo, una frontera que se cierra
cuando lo has perdido todo y sólo buscas huir de lo que dejas atrás para
sobrevivir. El corresponsal de TVE lo expresaba, hace unas horas, desde el lodazal y las condiciones miserables de un
“no lugar” a las puertas de Macedonia: “Si las autoridades europeas tuvieran
que llegar a acuerdos desde este lugar, probablemente su decisiones serían
distintas”.
Ojo, pues, a las ideas recibidas. Ideas fritas,
refritas y servidas como nuevas. Hay
partidos y corrientes de opinión que engordan con el miedo. A las elecciones que
se suceden en el club de Europa me remito. Y es preciso recordar que la
estupidez humana no es innata, es producto de un contexto. Por eso, no está mal
recordar lo que afirmaba el teólogo protestante
Bonhoeffer, mártir del nazismo: La calidad humana hay que trabajársela y esa
calidad consiste en saber vivir una vida anónima y tener el coraje de una vida
pública. Comporta el esfuerzo de pensar por sí mismo y la fatiga de aprender a
“leer”, a ver de cerca la realidad que nos envuelve.