José Luis Guerra de Armas. Profesor del Instituto Superior de Teología de la Diócesis. Párroco de San Francisco de Asís. Alameda de Colón
No es exactamente así. Pero esta frase ha hecho más carrera que la auténtica: “Con la Iglesia hemos dado, Sancho…”. Las palabras son un pozo sin fondo y cuando la disonancia entre el movimiento de labios y lo que oímos es manifiesta, no siempre resulta fácil saber lo que se dice y lo que queremos escuchar. Don Quijote no dijo sino eso. Ni más ni menos.
No es exactamente así. Pero esta frase ha hecho más carrera que la auténtica: “Con la Iglesia hemos dado, Sancho…”. Las palabras son un pozo sin fondo y cuando la disonancia entre el movimiento de labios y lo que oímos es manifiesta, no siempre resulta fácil saber lo que se dice y lo que queremos escuchar. Don Quijote no dijo sino eso. Ni más ni menos.
Perdidos en la noche de Toboso en busca del
imaginado palacio de Doña Dulcinea, escribe Cervantes: “…Guio Don Quijote, y habiendo andado como doscientos
pasos, dio con el bulto que hacía de sombra, y vio una gran torre, y luego
conoció que el tal
edificio no era alcázar, sino la iglesia principal del pueblo. Y dijo:
edificio no era alcázar, sino la iglesia principal del pueblo. Y dijo:
- Con
la iglesia hemos dado, Sancho
- Ya lo veo, respondió Sancho.” (II parte del Quijote, cap. IX).
Lo de “topado” en lugar de “dado”, es un tópico que se ha
hecho recurrente y popular. Lo usamos a
menudo y casi siempre de forma arbitraria, abusiva y, por supuesto, siempre
cargado de malestar ante la intromisión
inconveniente de la Iglesia como institución. Aún más, hay quien se
atreve a poner en boca de Cervantes lo
que aparentemente nunca sintió, ni expresó: su frustración ante la mera
existencia de una Institución a la que se le somete la sociedad y el Estado.
Malabarismo críptico sin aditivos. Cervantes sólo dijo lo que dijo y Don
Quijote sólo se lamentó de lo que se lamentó: haber ido a parar a la iglesia del pueblo, “iglesia” con minúscula,
cuando realmente lo que buscaba era el alcázar de su señora.
Don Miguel de Cervantes, del que el próximo 23 de abril, recordaremos
el IV centenario de su entierro, yace en
el convento de Trinitarias Descalzas en el barrio de las letras o de las Musas
de Madrid. Poco sabemos de él y sus huesos, están en algún lugar de este
cenobio, pero sin certeza de que sean
los que dicen ser y se esconden tras la lápida recientemente inaugurada en un
lateral de la iglesia. Una cosa, sin embargo es segura, están ahí, pues aunque
en vida Don Miguel fue siempre culo de mal asiento, tras su muerte no hay
constancia de que haya abandonado aquel lugar donde quiso ser enterrado. Hoy, a tantos años de distancia, sólo nos
queda evocar aquella comitiva escuálida
y breve, con cara descubierta y hábito de terciario franciscano, camino de un lugar definitivo, cercano a su
casa de la calle Francos. Había muerto el día anterior.
El esoterismo verbal de Don Miguel, que algunos
pretenden descubrir en esta o en aquella frase para defender el
anticlericalismo cervantino, no parece ir más allá de esas tesis que primero se enuncian y luego tratan de
probarse contra toda evidencia, buscando aquí y allá alguna frase sacada de
contexto o alguna andanada leída siempre
entre líneas y desde el
prejuicio. Considerar a Don Quijote como una obra anti-religiosa y presentar a
Cervantes como un racionalista librepensador que criticaba a la Iglesia, al
clero y a todo lo que olía a agua bendita, como una superstición, es mucho. Muy
pocos, fuera de algún que otro liberal radical del siglo XIX, se han atrevido a defender la obra que
inaugura la novela moderna, como una sátira
al tinglado eclesial de entonces,
en especial, a la Inquisición.
¿Desenfoca Cervantes la realidad, escudado en la locura de Don Quijote, para
dar rienda a sus fobias contra la Iglesia? Como tantas otras cuestiones
planteadas en el Quijote, habría que preguntárselo a Don Miguel. Pero, ver tanto
enmascaramiento en una simple frase: “con la iglesia hemos dado, Sancho,” sería como concentrar en ella la duda cartesiana
o darle a aquella ilusión óptica de Don Quijote una trascendencia que ni el
texto, ni el contexto, justifican. Por otra parte, Cervantes, que no tuvo reparos en criticar al mismo rey,
no debía a la Iglesia sino agradecimiento. Gracias a ella, a través de sus
órdenes para redimir cautivos – Mercedarios y Trinitarios - salvó su vida y fue rescatado del cautiverio
de Argel. Esto jamás lo olvidó y, posiblemente por gratitud y amistad con los frailes
Trinitarios, se inscribió, tal como consta en el libro de asientos, en la “Congregación de indignos esclavos del
Santísimo”, distinguiéndose, tal como se lee en acta, por “su asiduidad a los
actos religiosos”. “Y para que el agradecimiento le siguiese hasta la misma
tumba pidió que le enterrasen en las Trinitarias”.
Pero, hoy, a menos de una
semana del aniversario de su muerte, no es un día para polemizar, sino para evocar
y reconocer. La locura del caballero andante y la cordura de Sancho no son más
que variantes de nosotros mismos. En el Quijote cada lector viaja con los
personajes y puede identificarse con la ironía de la que los reviste el autor.
Lo que resulta pura imaginación puede despertar
sensaciones de que aquello ya lo habíamos vivido, leído o soñado nosotros
en vidas anteriores. Sus personajes no son sólo inolvidables, son, sobre todo, capaces de ayudarnos a resituar en este mundo.
En estos tiempos en los que resulta
recurrente, en medio de tantos acontecimientos trágicos, aludir a Europa y a su
identidad, me pregunto si los políticos, presidentes y ministros, cuando hablan
de eso, tienen mínimamente presente los motivos por los que, después de 400 años,
el hidalgo de la Mancha se ha convertido en un auténtico icono y continúa
siéndolo.
Y, junto a Cervantes,
Shaskespeare. Tenían edades distintas y, sobre todo, historias diferentes, pero
una fecha de muerte común: el 23 de abril (el primero según el calendario
gregoriano, el segundo según el juliano). Fue el año 1616. Celebramos, por
tanto, un doble centenario.
Don Quijote de la Mancha,
Sancho Panza, Hamlet, la sanguinaria Lady Macbeth y tantos otros personajes nos
devuelven nuestra propia imagen y nos ayudan a descifrar nuestro rostro. Nos permiten
precisar mejor qué decimos cuando hablamos de “nuestra civilización” o de nosotros
“europeos”. La cuestión prioritaria que subyace en los conflictos entre las grandes áreas de poder – el llamado
Occidente y su variante americana, el mundo árabe u oriental - no es Dios o la
religión, por más que se vocee su nombre y se agite la bandera de las creencias
antes de una masacre. La verdadera confrontación, planetaria y dura, afecta a
nuestra propia identidad.
La tarea que tenemos por
delante no es fácil. Saber qué significa ser europeo o en qué se
diferencia nuestro ADN, es complicado. Los límites identitarios se difuminan y el suelo en el que escarbamos es líquido,
pero ya es bastante que nos dejemos interpelar. El excombatiente de Lepanto y el
misterioso William Shakespeare, posiblemente un católico en tierra protestante,
- dos gigantes europeos, - nos han dejado en sus obras sendos espejos en los que probar a descifrar nuestro “yo”.
Por eso siguen tan actuales. No deberíamos de perderlos de vista jamás. Jamás.