José Luis Guerra de Armas. Párroco de San Francisco de Asís. Alameda de Colón. Las Palmas de G.C.
Hace muchos
años que estuve en Venezuela. No había explosionado aún la primera andanada
militar de Chávez, pero ya contaba con golpes y frustraciones políticas a gogó.
Nada nuevo por otra parte en aquel lado
del mundo donde cada día se barrían democracias incipientes y se plantaban
dictaduras efímeras y no tanto. Cuando llegué, en un largo verano – más de tres
meses, – a una parroquia de la capital
del Guárico a suplir a un compañero de
la OCSHA que venía a España a descansar, ya se habían alternado en el poder
Socialistas y COPEI y, por lo visto y oído, nada terminaba por cuajar. La
corrupción estaba en el orden del día y lo poco que trascendía en aquel
entonces, sólo servía para hacer chistes. Estaba en el poder Carlos Andrés
Pérez.
Después de
aquello, ha llovido mucho, pero no lo suficiente como para paliar la escasez actual
de lluvias con el agua almacenada. Ha llovido, pero no han crecido las
reservas. En Venezuela da la impresión que se vive al día, no se almacena nada.
Ni agua, abundante y torrencial – “palos” llama la gente a la lluvia y el Orinoco es el
tercer río más caudaloso del mundo - ni
petróleo, ni divisas, ni siquiera, por lo leído últimamente, papel higiénico.
Puede producir casi todo, pero apenas se elabora algo. Recuerdo que para la
Misa era un lío encontrar vino. Había que importarlo y no sólo el vino. Tenía
la impresión de que, fuera de la cerveza Polar omnipresente en desmesura en cualquier
verbena, casi todo lo demás venía de fuera. Como muchos de los inmigrantes de
aquel gran país donde los canarios ocupaban un puesto destacado en el ranking.
Conocí a muchos en aquel momento: mecánicos, capataces, agricultores….siempre
hombres que ejercían de jefes sobre el
resto de criollos, al revés de la emigración que conocí a lo largo de varios
veranos en París. Hombres y mujeres de nuestras islas, en especial de las islas
occidentales, al menos, en el Llano. El país ya tenía fama de inseguro y las
casas eran auténticas fortalezas con rejas en todo espacio capaz de brindar la
mínima facilidad a cualquier asaltador de oficio, que eran muchos. Los únicos reductos
sin barreras y hasta sin puertas, eran las viviendas de los oriundos, que
tampoco tenían nada que temer, pues aquellas chabolas de madera apenas
albergaban varios chinchorros (hamacas) y una cocina con lo esencial.
La gente,
sin embargo, vivía feliz, o mejor, distraída. No administraban nómina alguna,
pero no les importaba ir almacenando largo tiempo, bolívar a bolívar, el dinero conseguido en
los trabajos esporádicos para comprar en isla Margarita, porque era más barato,
todo cuanto requería una fiesta. Ese día todos estaban invitados y la celebración
de la boda, por otra parte escasas, alcanzaba a todo el vecindario. Allí se
celebraba todo, incluso la muerte. El novenario después del entierro era un
guineo de todos los conocidos convocados
para rezar, beber y comer a costa del fiambre. Ciertamente encuentros más
austeros, pero, sin duda, un banquete de consolación largo y distendido. Jamás he
visto un pueblo más alegre y paciente, un pueblo donde el status de compadre
(padrino de un hijo) tuviera tanto reconocimiento entre las clases sencillas.
Era un pueblo también solidario. Recuerdo aquellos entierros donde se bailaba
al muerto, donde vi, mucho antes de esos
movimientos compulsivos que algunos han introducido en los pasos de nuestra
Semana Santa, el ritmo que puede imponer la gente sencilla a un cortejo
fúnebre.
Y todo
surgía espontáneo, como la Naturaleza. Pasa siempre: cuando las cosas son
auténticas y autóctonas no necesitan ensayo, salen sin más. Como los plátanos –
“camburos” – que crecían en las laderas de San Juan de los Morros, como se
encendía de amarillo, injertado con no sé qué,
un mango, único, que crecía en el huerto parroquial o las lechosas
(papayas) que colgaban como bastos de sotas aquí y allí.
Hoy todo es
diferente, al menos se ve distinto desde aquí: El horario laboral se reduce a
mínimos en la Administración Pública, escasean los alimentos básicos y las
medicinas, medio país se enfrenta al otro medio país y se decreta el estado de
excepción “sine die”. Aquellos emigrantes que engordaban sus cuentas en las
islas con la esperanza de un retiro asegurado, adelgazan actualmente sus
ahorros y reclaman cada mes una porción de lo acumulado para sobrevivir allá. Un país
rico en recursos – la mayor reserva del mundo de petróleo, la cuarta de gas,
con minas de oro y coltán - no sabe o no contesta cuando se le pregunta por qué
no diversifica las fuentes de su economía. A la hora de tirar del carro y
ofrecer soluciones, no basta con el populismo, ni ver complots internacionales
por doquier.
Esto que
percibimos así desde fuera, puede tener otras lecturas. Y hay quien piensa que
no todo es como nos lo cuentan. Yo, al menos, he encontrado a algún venezolano,
perdido en esta ciudad, que tiene - o
tenía, - una mirada más optimista sobre todo. Y me alegro de que así
sea, si lo es. Pero, tengan razón tirios
o troyanos, las noticias que nos llegan
no son alentadoras, no son “chéveres”, diría uno de allá. Más bien son una
vaina y qué vaina.
De hecho, ante
la crisis político-social e institucional de aquel país, se han encendido todas
las alarmas. La reciente declaración de los Obispos venezolanos del pasado 27
de abril, el ofrecimiento público por parte del Nuncio, Mons. Aldo Giordano, de
servir de puente en cualquier posibilidad de diálogo entre las partes opuestas y
la carta personal que el mismo Papa ha enviado al presidente Maduro, manifiestan, junto a otros hechos, la gravedad del momento.
Ya la
alusión a Venezuela del Papa Francisco, latino americano y, por tanto,
conocedor del ámbito en que se mueve, en el discurso previo a la bendición Urbi
et Orbi del pasado domingo de Resurrección, evidencia una situación
preocupante: “Sigo con atención - afirmó Bergoglio - los hechos que están sucediendo
en Venezuela. Los acompaño con viva preocupación, con intensa oración y con la
esperanza de que se busquen y se encuentren caminos justos y pacíficos para
superar el momento de grave dificultad que está atravesando el país. Invito al
querido pueblo venezolano, de modo particular a los responsables
institucionales y políticos, a rechazar con firmeza todo tipo de violencia y a
entablar un diálogo basado en la verdad, en el mutuo reconocimiento, en la
búsqueda del bien común y en el amor por la nación. Pido a los creyentes que
recen y trabajen por la reconciliación y la paz.
Unámonos en
oración llena de esperanza por Venezuela, poniéndola en manos de Nuestra Señora
de Coromoto”. Amén… ¿Qué menos?