José L. Guerra. Párroco de San Francisco de Asís (Las Palmas de GC.) y profesor del Instituto Superior de Teología de la Diócesis.
Después de varios
meses ausente, aquí estamos de nuevo, “a tiempo y a destiempo”. El verano
estuve en Babia, que no en la inopia. Porque Babia existe. Es un lugar hermoso,
de contrastes y de cigüeñas. Por alguna
razón lo eligió la monarquía leonesa como su Marivent de entonces. El agua del
pantano de Barrio de Luna, cruzado por el primer puente volante de España, pone
un contrapunto a los picos que siempre
estuvieron ahí y vieron
retozar por aquellos
prados a Babieca, el caballo del Cid. Ya, desde entonces, ser de Babia o
estar en Babia era un exceso sólo al alcance de algunos. Hoy es relativamente
fácil llegar, pero hay que intentarlo. Babia, la comarca que baña el rio Luna y preside
la imponente mole caliza de Peña Urbiña, invita a sentarse junto uno de los
múltiples arroyos y riachuelos. No para instalarse en la ignorancia o abstraerse
del laberinto en que estamos perdidos, sino para ensimismarnos y palpar, sin
intromisión alguna, hasta qué punto lo que pasa en nuestro país y, en mi caso,
en la Iglesia, es real, en qué modo nos
afecta o, es una pesadilla más.
Cuando los reyes de
León encontraban un hueco entre batalla y batalla, no eran amigos de encerrarse
en sus palacios y aguantar las intrigas y la rumorología de la corte. Ellos
eran hombres de acción y les aburrían los mentideros. Por ello preferían ir a Babia a descansar, a desenfundar sus armas, a poner distancia y a cazar en sus
bosques. ¿Dónde está el rey? Se preguntaban en León, cuando le echaban de
menos…
Está en Babia, le
contestaban.
Y es que merece la
pena buscar un rincón en Babia, hacerse a un lado, sentarse en una esquina y
dejar que la vida fluya. Es lo que hacen esas cigüeñas que en equilibrio
permanente sobre una de sus patas se mantienen en vertical junto a los nidos de
sus polluelos en la Peña del Castillo, antiguo Castel de Griegos, de San
Emiliano, mientras los tractores y segadoras aparcan ruidosos en las estrechas
calles del pueblo. O esas otras que, por decenas, escarban con sus picos las
zonas de hierba recién segada, ajenas al agua limpia y desnuda de los torrentes
que, saltando de piedra en piedra,
buscan la llanura del pantano. Entre todos sobresale el río Luna que saliendo
del Oeste de la comarca va repartiendo sus aguas hasta unirse al río Omaña y discurrir confundidos con el nombre
de río Órbigo hasta desembocar en el Esla.
Remontando el Órbigo por carretera, entré en Babia con mi amigo Mariano Fuertes, un salesiano leonés. Una comarca
en el corazón de la cordillera cantábrica, en la frontera con la vecina
Asturias. “Villa feliz de Babia”, fue la
primera señal que encontramos a la derecha de la carretera, una aldea de apenas
50 habitantes con sus pozos de agua y su afamado coto truchero. Veníamos del
páramo leonés, procedentes de Valdesandinas, en el municipio de Villazala, al
sur de León, siempre a orillas del
Órbigo.
De los maizales y
cultivos de lúpulo, pasamos a un paisaje de valles abiertos y vertientes
verdes, vigilados por las crestas cenizas de la cordillera. Superado el embalse
de Luna, alcanzamos el pueblo de San
Emiliano, capital de la Babia Baja, el que concentra la mayor población del
valle, 105 habitantes, y los servicios administrativos y sociales de la región.
Allí, en una de las tantas casas rurales, magníficas y cuidadas, almorzamos.
Babia existe, vaya
si existe…y ahí están Riolago, Villasecino o Cabrillanes para demostrarlo. También
están las ruinas y ermitas, entre las que sobresalen los muñones del castillo de Mena, que servía,
según lo que cuentan, de residencia a los monarcas de León. Y también está,
entre otros, el cuidado librito de J. Llamazares “Atlas de la España
imaginaria” que levanta acta de la
España fantástica y nos invita a trasladarnos desde los tópicos lingüísticos
hasta su geografía. Unas veces para que constatemos la belleza de sus aciertos,
otras para que experimentemos la
realidad prosaica que queda de aquella lírica.
En Babia queda aún
lírica. Sus pequeños lagos, su cordillera de
más de 2.000 metros de altitud, sus casas de piedra y el tiempo que se
ha helado en algunos de sus pequeños glaciares, escondidos en los repliegues de
su vertientes, nos remiten a esa Babia, reserva de la Biosfera, a la que
deberíamos volver más de una vez, si queremos oxigenar la mente y evadirnos de
la prosa reiterativa y asfixiante del día a día.
Sin duda, vivir en
Babia permanentemente, no debe ser muy atractivo. De modo especial en invierno.
Por algo en esas tierras siempre se practicó la trashumancia. Pero siempre nos
quedará la nostalgia, la posibilidad de abstraernos y ausentarnos de cuanto nos
enreda. Más allá del mantra político y del bucle eclesial, hay vida.
Distraernos de lo inmediato no siempre es negativo. Y “estar en Babia” puede
resultar la mejor terapia, la forma más
adecuada para “ensimismarnos”… Siempre resulta gratificante encontrarnos con
alguien que nos importa y mucho, pero al que apenas prestamos atención.
“Vámonos a otra parte”, dijo Jesús a sus
discípulos. Ellos se empeñaban en montar el pollo a los samaritanos, porque no
quisieron hospedarle en su ciudad. Jesús, después de regañarles por su poca
paciencia, y como los reyes de León cuando la corte se hacía insoportable,
también emprendió su camino a Babia. No todo exige entrar al trapo, pero no es
fácil controlar las bridas del “babieca” que cabalgamos o somos.