José L. Guerra. Profesor del Instituto Superior de Teología de la Diócesis.
Se llamaba también Ángela. Pero nada tenía que ver con la protagonista
de la novela de Frank Mc Court o de la película de Alain Parker. Esa Ángela
vivió toda su vida hecha polvo y la Ángela de mi historia fue una mujer
de hoy,
soltera, independiente y cocinera exquisita. Gracias a ello tuvo muchos amigos
y pudo pagarse un piso en el mismo centro de una gran ciudad. Sólo la hicieron
polvo después de muerta y sus cenizas fueron por unos días objeto de debate. ¿Dónde
dejarlas? ¿Dejó algo escrito? ¿Quién carga con ellas?
Sobre la mesa una urna de madera, varias propuestas y ningún rastro de
última voluntad sobre el destino de aquellas cenizas. Se inició entonces la
socorrida lluvia de ideas y, a partir de la lista, se optó por la más votada: esparcirlas en el lugar donde Ángela se pasaba sus ratos
libres. Allí Ángela se sentía libre, allí
iba a evadirse, a no hacer nada…O mejor,
sí, porque Ángela era cleptómana y alguna
vez se arriesgaba añadiendo a su
colección de objetos sustraídos uno más. Eran figuritas de porcelana, también
algún cenicero o llavero de plata. El momento de cruzar el control magnético y
no ser detectada, era un viaje al frenesí que le producía la suficiente
adrenalina para seguir la semana. Una vez
chilló el control y la detuvieron. Aquel día pensó morirse, pero aquel
afrodisíaco podía más que el miedo y, por ello, volvía, una y otra vez.
¿Qué mejor sitio para esparcir sus cenizas, pensaron entonces sus amigos,
que ese Centro Comercial donde ella experimentó tantas emociones y donde pasó muchas
tardes? Y allá fueron…la llevaban metida en varios sobres y la fueron
repartiendo entre anaqueles, stands de
marcas y espacios gourmets. El resto de las cenizas se las quedaron dos
sobrinas: una vivía a orillas del Cantábrico, otra en la Línea. De las
esparcidas clandestinamente poco se sabe, pues aquella misma tarde una
aspiradora daba vueltas en el fondo de la planta, absorbiendo polvo, pelusas y
ácaros.
Esta historia es real como la vida misma. Surrealista, es lo menos que
podemos decir. Pero no es una invención. Como siempre la vida supera lo
imaginable.
Ante tanta polvareda como han levantado las cenizas en este mes de
difuntos, no está de más pasar lista a los excesos y extravagancias que tratan
de banalizar la muerte y reducirla a humor
negro, cuando no chusco, o a una fuente
de ingresos. Lo que desde tiempos inmemoriales supuso el inicio de una búsqueda
de trascendencia y de sentido a la vida, hoy, muchos lo reducen a gesto puntual
y previsible, del que preferimos no quede rastro alguno. Y, si alguno queda, que
pueda exhibirse: un diamante o una joya donde llevar al marido siempre será
menos pesado, aunque más costoso. Ahí
han visto ya un filón los avispados. De 3.000 a 18.000 dólares la pieza.
“Hágalo…su marido ya no le podrá decir que no,”
publicitaba una agencia dedicada a estos menesteres y abría el campo a
nuevas posibilidades… “¿Por qué no alquilar un dron capaz de rociar la cenizas
del ser querido en el aire?”... ¡A ver si queda claro quien hace su agosto a
costa de los muertos!
La Iglesia ha hablado a cerca de todo esto. Pero no ahora. Hace ya
años. Manifiesta su convicción en la resurrección del ser humano y defiende la
dignidad del cuerpo, compañero insustituible de cualquier historia personal,
incluso después de muerto. Manifiesta sus preferencias a la hora del sepelio,
pero no impone, ni prohíbe nada, porque…
¿La Iglesia cómo podría impedir o fiscalizar las decisiones personales,
privadas y desconocidas de la gente? Ha publicado un documento marco, ha
expuesto su visión de la muerte y ha sacado consecuencias de esa antropología
nacida de su visión sobre el hombre. Lo demás es rizar el rizo de siempre.
¿A usted no le convence? Si no es católico, pase de largo y fíjese en
la legislación de su país sobre dónde y cómo conservar o hacer desaparecer las
cenizas y todo rastro del otro. Le advierto que algunos países europeos son
bastante restrictivos. Si es católico vaya al espíritu de la letra y actúe en
consecuencia. Lo que importa es saber que el otro es él, también después de
muerto, no es propiedad privada. La memoria requiere señales y espacio, sobre
todo en nuestro corazón, los lugares tarde o temprano desaparecerán como
cualquier materia, pero la persona humana está llamada a permanecer. “Porque la
vida no termina, se transforma,” proclama la liturgia de la Iglesia.
Si no queda signo alguno de aquel que nos ha precedido, si no nos
queda ningún reclamo que nos pida
proximidad y comunión, el duelo será más difícil. Un lugar para la memoria es
un signo religioso porque nos “religa” y
nos hace conscientes de que hay continuidad entre las generaciones.
Columbario, incineración, sepultura, mar, tierra o aire…la Iglesia marca y
razona en la Instrucción, publicada hace unas semanas, sus preferencias. A
nosotros, creyentes, nos toca saber
discernir entre la banalidad y el respeto, entre la fe en Jesucristo resucitado
y la nada, entre la publicidad comercial y el sentido común.
Por cierto, de Ángela, nada más
se supo.