José Luis Guerra.
Profesor Instituto Superior de Teología de la Diócesis.
Hace apenas un
año, Roma, la Ciudad Eterna, le dedicó una plaza a Martin Lutero, el padre de
la reforma protestante. No fue fácil acallar
las voces que veían en ese gesto municipal una provocación a los católicos, días antes de la apertura
del Año Santo de la Misericordia.
Decía Einstein:
“Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”, pero, a pesar de las
polémicas, allí sigue la plaza en la
colina “Collo Oppio”, junto al Coliseo, en el mismo lugar en que se
levantaba la Domus Aurea, con vistas al
Vaticano.
Martin Lutero
estuvo en Roma cuando tenía treinta años. Allí contempló los muros de San Pedro
a medio levantar y cómo la ciudad de los papas se reinventaba con el
Renacimiento. Y allí chocó, con todo el dramatismo de su temperamento, con una
realidad eclesiástica oscura y degradada, que le hizo recorrer un camino sin
vuelta atrás: reformar la Iglesia.
Cuando le
preguntaron al Papa, en su viaje de vuelta de Armenia, sobre la Reforma
Protestante, Francisco, en esas ruedas
de prensa improvisadas en pleno vuelo, respondió: “Creo que las intenciones de
Martín Lutero no tenían que haber sido erradas, era un reformador, tal vez
algunos métodos no fueron correctos…la iglesia en aquellos tiempos no era
precisamente un modelo a imitar. Había corrupción, “mundanismo”, apego a la riqueza y al poder”.
Entre aquella
fecha y hoy, el rio de la historia ha dejado a su paso páginas sangrientas y también un abanico de acontecimientos que
diseña, junto a otros hechos, el perfil
de Europa.
El próximo lunes se
inicia el año que llevará a la fecha emblemática que provocó el movimiento de
la Reforma Protestante: 31 de octubre de 1517. En ese día,
Lutero hizo públicas sus 95 tesis contra el tráfico de indulgencias promovido
por Roma para sufragar las obras de la
basílica de San Pedro y las fijó en las puertas de la Iglesia del castillo de Wittenberg,
un método, por otra parte, normal en una época sin redes sociales y donde la
imprenta comenzaba a abrirse camino.
Ciertamente los acontecimientos
fueron como fueron y las conmemoraciones requieren hechos simbólicos, pero
pensar que todo empezó por unas tesis teológicas de un fraile agustino agobiado
por la búsqueda de Dios, es mucho pensar. Como decía un amigo, cuando se habla
de la caída del Imperio Romano, algunos piensan que el imperio un día hizo ¡zas! se cayó y se rompió, como
cae y se rompe un jarrón chino…Lo mismo la Reforma. Fueron muchas las circunstancias
que facilitaron el incendio que prendió en Europa y Lutero estaba allí, en el momento
justo. Siempre ha sido difícil de probar, desde un solo punto de vista, la celeridad
con la que avanzó la protesta.
La percepción que
hoy se tiene de aquel acontecimiento nada tiene que ver con la fractura y el
odio alimentado por unos y otros a lo largo del tiempo. La ruptura permanece,
pero con el movimiento ecuménico, desarrollado sobre todo a partir del Vaticano
II, los puentes han comenzado a tenderse y los espacios de diálogo se han
multiplicado.
Entre aquellas
pedradas que los chiquillos de la Isleta, en tiempo de Mary Castaña, lanzaban a la puerta de la Iglesia evangelista
en la calle Juan de la Cosa después de la catequesis parroquial, a la oración
en común en el Octavario por la Unidad, entre “hermanos” separados y católicos en
el templo ecuménico de Playa del Inglés o en la Iglesia Anglicana de Ciudad
Jardín, hay un abismo. El mismo que separa la recién inaugurada plaza de Roma
en memoria del teólogo alemán, de las otras pedradas que muchos peregrinos y
fieles lanzaban a una de las estatuas parlantes de la ciudad en la fontana del
Facchino, que todavía hoy podemos contemplar en una de las paredes del Banco de
Roma, cerca de Piazza Venezia. El
imaginario colectivo había identificado aquel rostro, casi destruido e
irreconocible, con el reformador alemán.
Y así le fue. Pero la violencia era de ida
y vuelta. Y Roma tuvo, a su vez, que
cargar con sobrenombres como “Babilonia la
prostituta”, “Sodoma” o “la ciudad edificada sobre el mismo infierno”, al
tiempo que, en media Europa, se despojaban y vaciaban las catedrales y
monasterios de la imaginería católica, colocando sobre sus pináculos el gallo
protestante.
Como vemos, el
mundo dividido en blanco y negro. Una visión muy de hoy, presente en los foros y en los
debates políticos a nivel global, donde no cabe más que una verdad: “A” contra “B”, la dialéctica de la contraposición.
Nada nuevo bajo el sol. Y de aquellos barros esos lodos: Años de odio y de
“caza al otro”.
Hoy, en las
relaciones entre las diversas iglesias que se denominan cristianas, han cambiado las cosas para bien y como afirma el documento “Del conflicto a la
comunión,” elaborado por luteranos y católicos, el reto es “volver a escribir juntos la
historia, a nivel internacional, la
historia de la Reforma y sus intenciones…tratando de poner, tanto unos como
otros en el centro de la mirada retrospectiva, el Evangelio de Jesucristo. Siempre será un aliciente partir de lo que nos
une que, a pesar de toda la violencia acumulada, es más que lo que nos separa.”
Pasado mañana, el
obispo de Roma estará presente en la catedral románica de Lund, en Suecia, con
motivo de la apertura del año jubilar de la Reforma, invitado por la Federación
Luterana Mundial. Es la primera vez que un Papa participa en un acto como ese. Sin duda, una buena noticia. Como es también un buen
mapa de viaje hacia la reconciliación total la propuesta que el mismo Francisco
nos hace: “orar juntos, actuar juntos en
favor de los más débiles y reflexionar juntos sobre las cuestiones teológicas
que aún nos separan”. Así, por ese orden.
Medio milenio da
para mucho y el tiempo purifica la memoria
e, incluso, puede sanarla.