José L. Guerra de Armas. Profesor del Instituto Superior de Pastoral de la Diócesis.
A estas alturas, la mayoría de las
amas de casa - y también ellos porque la cocina está de moda,- ya tienen pensado, y en eso están, lo que
pondrán esta Nochebuena en la mesa. Nada de
cena a la inglesa, de pie, sino
todos sentados en torno al mantel. Es tiempo de encuentro y de reconstruir la
memoria familiar.
Llama la atención la importancia
que el cristianismo le dio, desde el principio, a la comida. Su principal
sacramento se nos ofrece en forma de comida, pan y vino y, en los comienzos, éste
era una verdadera comida – ágape – en medio del cual tenía lugar la Eucaristía,
“Cena” la llamamos también. El agua, la miel, la sal, el aceite, eran otros ingredientes
imprescindibles en la Iniciación Cristiana y algunos todavía permanecen en el
ritual. Y es que comer, la importancia de la comida en la vida, es
incontestable. Por ello no es extraño que las grandes solemnidades y los períodos
de particular importancia en el Año Litúrgico hayan hecho cultura y dejado su
huella en la comida. ¿Quién no asocia las truchas y el turrón a la Navidad, las
tortillas de carnaval a la Cuaresma o el sancocho de pescado salado al Viernes
Santo?
El filósofo Feuerbach, sin duda
exageraba cuando afirmaba, en 1862, que el hombre es lo que come, pero no es
difícil reconstruir épocas enteras e, incluso civilizaciones, a través de los
menús pantagruélicos de los emperadores
o de la simple tradición alimentaria del pueblo. Los banquetes
homéricos, la Cena de Baltazar, las comidas de Jesús o su reiterativa alusión
al banquete del Reino son, entre otras,
pruebas recurrentes. Pero, sobre todo, son expresión de una forma de concebir la vida, porque el
festín, la comida, es algo más que una necesidad fisiológica. Era y es una
metáfora de la vida en común y de la comunión de intereses. “Con-vivium” lo
llamaban los latinos.
Hace unas semanas murió el
director danés Gabriel Axel. Su película
“El festín de Babette” ganó el Oscar al mejor cine extranjero el año 1988. La
propuesta teológica, moral y pastoral que nos plantea el filme es un canto al
valor divino de lo humano, a la gratuidad, al placer compartido. Afirmar que es
una película deliciosa, es lo menos que puede decirse. El Papa Francisco la
aprecia de forma particular y la recomienda. En diversas entrevistas ha hablado de ella y la cita – lo nunca visto
en un documento papal - en la exhortación sobre la familia Amoris Laetitia:
Cabe recordar la feliz
escena del film El festín de Babette,
donde la generosa cocinera recibe un abrazo agradecido y un elogio: «¡Cómo
deleitarás a los ángeles!». Es
dulce y reconfortante la alegría de provocar deleite en los demás, de verlos
disfrutar.
Ese gozo, efecto del amor fraterno, no es el
de la vanidad de quien se mira a sí mismo, sino el del amante que se complace
en el bien del ser amado, que se derrama en el otro y se vuelve fecundo en él”(AL 129).
Es
justamente lo que hacen tantas amas de casa, tantas madres, tantos amantes de
la cocina en estos días de Navidad. No olvidemos que festín viene de fiesta. Y
todo, de forma gratuita, por la simple satisfacción de hacer felices a los otros.
Todos
hemos oído hablar de la austeridad de San Francisco de Asís, pero el santo hacía
excepción en Navidad. Navidad que no sólo debía celebrarse con el belén, del
que fue pionero, sino también en la mesa. En los primeros años de la
fraternidad, el 25 de diciembre cayó un viernes y los hermanos, en su
ignorancia, se preguntaban si había que ayunar o no. Entonces fray Morico, uno
de sus primeros compañeros, se lo planteó a San Francisco y obtuvo esta respuesta:
“Pecas llamando día de Venus (viernes) el día en que nos ha nacido el Niño. Ese
día hasta las paredes deberían comer carne; y, si no pueden, habría que
untarlas por fuera con ella.”
“Si
pudiera hablar con el emperador Federico II
– decía el Poverello - le
suplicaría que firmase un decreto obligando a todas las autoridades de las
ciudades y a los señores de los castillos y villas a hacer que en Navidad todos
sus súbditos echaran trigo y otras semillas por los caminos, para que, en un
día tan especial, todas las aves tuvieran algo que comer…por último rogaría que
todos los pobres fueran saciados por los ricos esa noche.”
La
Navidad se convertía así en una especie de banquete cósmico y en epifanía de
una nueva sociedad. En esa noche, no solo se sentaban en la misma mesa Dios y
el hombre, sino también la naturaleza entera, reconciliada, en armonía. Comer
juntos, no es solo una necesidad fisiológica, también puede ser profecía y
escuela.