Reflexión con motivo de la semana de oración por la unidad de los cristianos.
José L. Guerrra de Armas. Profesor del Instituto Superior de Teología de la Diócesis.
“Cristo no nos encontrará unidos cuando vuelva, pero
sí re-unidos”. Este chascarrillo discurre a menudo por los ámbitos
clericales. Es una forma de
lamentar o mostrar el desacuerdo por el exceso de reuniones y, al mismo tiempo,
la dificultad real que supone el trabajo conjunto y la confluencia de criterios
a la hora de asumir acuerdos o decidir. La unidad entre los cristianos es un
bien a cuidar y no fácil de alcanzar. Sucede en todos los ámbitos, consensuar
siempre es fatigoso y agónico. Especialmente cuando cada una de las partes cree
estar en el lado justo.
Si hay un mapa revelador de esta realidad es la carta
de las diferentes confesiones cristianas. Sólo limitándonos a los números de
las principales iglesias cristianas, el panorama es desolador: de los 2.200
millones de cristianos (el 30%) en el mundo, cerca de 900 millones son
protestantes y más de 260 millones son ortodoxos. Detrás de esas cifras hay una
historia de desacuerdos, excomuniones, guerras, conflictos donde se mezclan el
poder, la teología, la política y la ausencia de diálogo. Historias que, vistas
a distancia, casi provocan risa, si no fuera por la sangre derramada y que están ahí como pruebas rotundas de la
deriva que puede alcanzar la
manipulación de lo sagrado. Desde la coincidencia de una fecha común para la
Pascua, pasando por el “Filioque” o las 90 tesis de Lutero contra el negocio de
las indulgencias, el cristianismo ha ido fracturándose no sólo en bandos
diferentes sino, incluso, enemigos.
Hoy, las cosas van por otro camino. Y, aunque
podamos discutir sobre la botella media llena o media vacía, es constatable, a
todas luces, una vuelta atrás. Las
discusiones y debates no han cesado, ni
cesarán fácilmente. Hay grandes temas
pendientes como la Eclesiología, la Eucaristía, los sacramentos o el Papado,
que requieren una clarificación que facilite el tránsito desde lo que divide a lo
que diferencia y esto es complejo. Incluso, el mismo término” Ecumenismo” con
el que definimos este movimiento de confluencia
hacia una sola Iglesia, requiere
confrontación y acuerdo. El ecumenismo no puede reducirse a convencer al
otro de que vuelva a la Iglesia verdadera que formamos “nosotros”, sino más
bien un itinerario a recorrer donde se valore más aquello que nos une que lo
que nos separa, dando opción, por qué no, a un futuro donde puedan existir,
en un mismo plano de igualdad, diversas
prácticas teológicas, pastorales y morales, donde una no excluya a la otra. En
un hipotético futuro ecuménico quizá no debamos excluir una “diversidad
reconciliada”.
En esta ruta de puentes tendidos y acercamiento
afectivo y efectivo, el ecumenismo que, hoy por hoy, está dando los mejores
resultados es el ecumenismo práctico: el
ecumenismo de la oración compartida y de la acción conjunta a favor del hombre.
Y junto a éste, el ecumenismo de la sangre que, por elevación, supera cualquier
otro tipo de distinciones. Los mártires cristianos del momento - y son muchos
- no mueren por ser coptos, católicos o calvinistas.
Mueren porque unos y otros, más allá de cualquier diferencia confesional, creen
en Cristo.
En esta semana de oración en favor de la unidad de
los cristianos – del 18 al 25 de enero -
se reza por esto en muchas iglesias diferentes, anglicanas o católicas,
luteranas o calvinistas, ortodoxas o de cualquier otra expresión cristiana. Es
una oración incluyente, universal y en los mismos textos oracionales ha intervenido este año el Consejo Mundial de
las Iglesias.
“Sean uno, para que el mundo crea…” Este es el reto
y esta es la consigna de Jesús en la oración del Cenáculo. Con frecuencia el
mayor obstáculo para creer somos los mismos cristianos. Por ello, mientras
llega esa unidad, nada impide el
testimonio conjunto basado en la belleza y en el poder transformador de
la fe en Jesucristo, especialmente sirviendo a los pobres y a los excluidos.
En este año 2017 en el que evocamos revoluciones
políticas, sociales y religiosas – aniversarios de la revolución rusa o de la
Reforma luterana – es un buen momento para seguir pasando del conflicto a la
comunión, del eslogan “Reconciliación. El amor de Cristo nos apremia,” a la vida. Lo contrario ya sabemos a dónde nos ha
llevado. Un pasado violento no tiene por qué excluir un futuro luminoso.