José
Luis Guerra. Profesor Instituto Superior de Pastoral de la Diócesis.
“La
fiesta de los locos”, es el título de un
exitoso libro que, hace años, publicó en
USA el teólogo protestante Harvey Cox.
Aludía a un tiempo mucho más lejano en el que la
provocación y la
fantasía entraban en el calendario como auténticos respiraderos de aquellos siglos
insalubres. Todavía los carnavales no habían sido domesticados por la
Administración Pública y la locura no pasaba receta de ningún tipo. A los locos
se les permitía, por estar “locos”, decir lo que decían y, consecuentemente, no eran
perseguidos de oficio.
Durante
la fiesta el mundo se ponía patas arriba y lo sagrado, en aquel entonces y
siempre tabú, se desenmascaraba de forma blasfema. Hubo una época, antes de la
reforma del calendario gregoriano, en el que los 12 días últimos del año no
contaban. Era un período fuera de toda medición. Una especie de isla de San
Borondón en los que todo transcurría fuera del calendario oficial y, por tanto un
tiempo “de sobra”, apto para la fantasía y la transgresión. Esa docena de días
representaban la brecha entre el calendario solar de 365 días y el lunar de 354.
Era un terreno de nadie, un hueco de incertidumbre, en el cual el mundo de los
vivos podía comunicarse con el mundo de los muertos y la comunidad podía dar rienda suelta a
todos sus sentimientos contenidos, descuidados o excesivos.
Estas
jornadas tenían un significado especial para los celtas, mientras en Roma, las
Saturnales ofrecían la oportunidad a los esclavos de ser amos por un día y
saltarse la raya. A estas fiestas seguían las Lupercales. En el Medievo, la
fiesta de los diáconos, subdiáconos y
las del coro de niños se celebraban entre la Navidad y Epifanía, culminando el
ciclo lúdico con la elección del Arzobispo de los tontos y, en algunos casos,
la elección de un asno como obispo. Era el mundo al revés, donde el subdiácono
mandaba más que el diácono, éste podía erigirse en señor del presbítero y el
obispo era tan precario como un pobre animal. En una sociedad jerarquizada como
la sociedad medieval, era importante no olvidar que la asignación del poder no
dependía del valor de las personas, sino, en la mayoría de los casos, de la
rueda de la Fortuna y, por tanto, el que estaba arriba podía estar abajo o al
revés.
Estas
fiestas, fueron duramente atacadas y prohibidas por la jerarquía eclesiástica.
Y, obviamente, tenía su explicación: Las mofas y la profanación a través de la
sátira o el humor corrosivo, suponían, además de irreverencia, una violenta contestación a lo establecido, a lo
sagrado. En el “nombre de la Rosa” el viejo fraile, antiguo bibliotecario,
consciente de la peligrosidad del humor, empeña toda su vida en ocultar el 2º
libro de la poética de Aristóteles supuestamente dedicado a la comedia y a la
risa como transmisores de verdad. Nuestro Carnaval, prohibido en tiempos de la
dictadura, posiblemente sea un ejemplo de
la carga crítica y peligrosa que puede encerrar la risa.
Hay
momentos en los que la realidad es tan dura, injusta y desconcertante que hay
que luchar contra ella como sea, siempre que esa lucha sea inteligente y razonable.
Y ésta es una de esas coyunturas: El
triunfo de alguien que con sus palabras y comportamientos alienta la insolidaridad, el desprecio a la mujer o
la xenofobia; el agujero negro de una
sociedad en la que el simple hecho de polemizar sobre algunos temas como la ideología
de género o el aborto es visto como ataques directos a conquistas adquiridas;
una Iglesia más samaritana que arriesga, es denunciada desde dentro como una traición
o el recurso al referéndum se convierte
en un instrumento de vuelta al pasado en lugar de apertura al futuro, etc. deben
movilizar todos los recursos al alcance de
la inteligencia humana para cuestionar esos
hechos. Un arma idónea, ejercida a lo
largo del tiempo, ha sido la sátira, la parodia, el humor agudo y hasta ácido. Hoy
también, se impone hacer crítica social desde este ámbito. Los desmanes del
poder y el desconcierto ante cualquier reclamo a lo ético o no ético, superan
por lo grotesco y sorprendente, cualquier desfile o representación paródica.
A
las puertas del Carnaval creo oportuno valorar este lenguaje y esta forma de
transgredir lo establecido. No siempre, ni mucho menos, lo políticamente
correcto es lo justo y, frente a cualquier desmadre establecido en lo político,
en lo social o en lo cultural también cabe poner delante el espejo. Con ello se consiguen, al menos dos cosas:
primero, que los actores reales se vean en el espejo deforme, casi siempre
superados en la deformidad reflejada, por ellos mismos y segundo, el pueblo sencillo ría y piense.
Decía Oscar Wilde: “Si quieres decirle a la gente la verdad, hazle reír, o te
matarán”. Es la única forma de que entre
el mensaje, con lubricante…sobre todo, cuando mucho de lo que sucede no pasaría
si gran parte del pueblo no lo propiciara. Se trata de agitar las conciencias y
las percepciones de la gente con acierto. Llega el momento, en él estamos, de
no echar en saco roto lo que ya advertía el actor, director y productor Billy Wilder
cuando hablaba de su forma de hacer cine: “si quieres que la gente piense,
hazle reir”.